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Lo que pudo ser diferente; Carlos Felipe Holguín

El propósito de esta columna no es repetir lo que ya todos sabemos. No busco recordar la tesis de la violencia endémica en Colombia que, de alguna forma, hemos normalizado. Tampoco busco articular un extenso ensayo sobre los motivos detrás de lo inexcusable. Como muchos otros episodios de nuestra historia reciente, los últimos días quedarán marcados en lo más profundo del subconsciente colectivo, pues tristemente se suman a una desgraciada cadena de hechos que, cómo un parásito, se enrosca en nuestras mentes. Los hechos son un murmullo de fondo, el extraño recuerdo de algo que nos hiela la sangre. Sobre todo, por la carga de responsabilidad ante el silencio; por que sabemos que a los jóvenes que matan, los hemos olvidado y los seguiremos olvidando. Y serán solo eso, cifras anónimas desposeídas de rostros, acumulándose en bases de datos, un final mezquino ante lo que pudo ser diferente.

¿Y que es lo que pudo ser diferente? Es una pregunta interesante, porque su respuesta depende de muchas cosas. ¿Acaso era solo cuestión de inyectarle más policías a las zonas donde ocurrieron las masacres? ¿Pudo eso haber salvado a todos los que murieron la semana pasada en Tumaco, Arauca, El Tambo, Cali, Samaniego y Ricaurte? La pregunta obviamente es retórica pues, de pronto sí, de pronto no. ¿Pero qué hay en el fondo? ¿Cuál es ese cocodrilo que se oculta en el pantano? Yo creo que existe una negligencia histórica del territorio, pero bueno, ya existen muchos libros sobre eso… Creo que además existe una rampante ilegitimidad institucional producto de la corrupción, pero también, lo que hay son papers de corrupción institucional… Ah bueno, yo también creo que Colombia debería invertir urgentemente recursos para la recuperación y ampliación del sistema carcelario, de eso no se habla mucho, seguramente no es muy taquillero… ¿Qué más? ¡Ah claro! La falta de solidaridad nacional, un poco etéreo y difícil de demostrar pero en alguna parte lo he escuchado, sin duda creo que nos falta solidaridad… En fin, ¿A quién podemos culpar?... ¿Por qué no culpamos al país de los últimos treinta años, o a sus presidentes? ¿Por qué no juzgamos a la ciudadanía? … o … a la guerrilla, los paras… ¡Ya qué! Metamos a la fuerza publica allí también. Podríamos hablar también de los intelectuales que hablan mucho y no hacen nada, arrojando entramadas soluciones a políticos que no piensan en términos superiores a cuatro años. Evidentemente hay personas más responsables que otras. ¡Incluso los más responsables podrían ni siquiera saber que son responsables! Pero, de alguna forma, tanto por acción o omisión, la responsabilidad esta ampliamente distribuida.

En fin, el dato es el siguiente: Colombia es un país que no se ha recuperado de la violencia. Esta ya es asumida con estoicismo administrativo; podríamos incluso ponerla en términos contables o, por lo menos, así parece estarlo según las más recientes intervenciones del presidente, al fin de cuentas su presidencia solo suma el “2% de las masacres de los últimos 22 años.” No quiero decir que este equivocado, pero esa no debería ser la respuesta inmediata del gobierno ante unos hechos que rozan con el tejido fundamental de cualquier sociedad, la vida. Incluso iría más allá, lo más grave no es que se estén perdiendo vidas, el problema es el tipo de vidas que se están perdiendo y las condiciones en que se están perdiendo. Me refiero particularmente a los jóvenes, pues somos los únicos en los que se puede depositar la esperanza de cambiar el estado actual de las cosas por el sencillo hecho de que seríamos los más afectados de no hacerlo, sobretodo cuando nos referimos a un tema de tantas y tan diversas vertientes como lo es la violencia, que se transforma generacionalmente y no anualmente como muchos equivocadamente creen.

Ahora, todos somos responsables de lo que suceda de aquí en adelante. Podemos molestarnos con las ideas del uno o las acciones del otro, pero al final no tenemos más control sobre alguien más que sobre nosotros mismos. Podría en este momento decir que las generaciones anteriores alcanzaron grandes logros para la construcción de un Estado que desde el inicio se sabía que no iba a ser sencillo sacar adelante, pero, la tragedia del presente ya estaba anunciada, mejor dicho, la tragedia ha permanecido. Es gravísimo que estemos perdiendo a los actores del cambio; aspirar, así sea una ilusión, a que nunca más los perdamos debería ser un imperativo fundamental de nuestra labor generacional, nunca una norma estadística. Después de todo, los muertos de mañana serán responsabilidad nuestra, pensemos en lo que pudo y puede ser diferente.

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