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Nación, un concepto ambiguo

J. E. Unzaga-Rubio


Hace ya unas cuantas décadas que la religión en occidente ha dejado de tener el peso que tenía. No solo ha afectado las vidas espirituales de los fieles, sino que también ha dejado un vacío a nivel social. Un vacío social que dotaba de unidad a las comunidades políticas de la época. Un vacío social que identificaba a uno con “los tuyos” y le separaba de “aquellos”. Un vacío social, que ha tenido que verse suplantado por otro punto de afección, unidad e identidad, que no es otro que la nación y la ideología que la acompaña, el nacionalismo.


Tanto peso ha tenido este cambio de paradigma que ya en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano se menciona lo siguiente: "El principio de soberanía reside esencialmente en la nación; ninguna corporación, ni individuo puede ejercer autoridad que no emane de ella expresamente".


Sin embargo, ¿a qué nos referimos con el concepto nación? ¿Es acaso este un concepto con una definición clara? De ser así, ¿por qué hay entonces confrontaciones entre diferentes territorios de un mismo país que reclaman ser una nación o incluso dos diferentes?


El concepto de nación ha ido cambiando a lo largo del tiempo. En las universidades medievales, los estudiantes de los diferentes reinos, condados, señoríos y demás territorios, se unían en naciones, dependiendo de su procedencia geográfica o de la lengua que hablasen. Así, se distinguían diversas naciones dentro los diferentes territorios, mezclándose reinos con territorios e incluso ciudades. Como tal, las naciones eran algo aproximado, y no estaban delimitadas. Con el paso del tiempo, aconteciendo las diversas revoluciones liberales, como la francesa, y movimientos culturales, como el romanticismo, acabaron surgiendo distintos tipos de concepción de nación y de nacionalismos, entre los que se destacan dos interpretaciones prinicipales: el nacionalismo político, y el cultural.


Por una parte, la nación en sentido político: todo aquel que persiguiera los mismos objetivos políticos pertenecía a la nación. Ejemplo de esto es la nación durante la Revolución Francesa. Solo aquellas personas que comulgaban con los ideales revolucionarios pertenecían a la nación francesa. El rey, el clero, los nobles… a pesar de tener la misma cultura y tradición, en la medida que no comulgasen con los ideales revolucionarios, no pertenecían a la nación.


Por otra parte, la nación en sentido cultural, con tintes románticos, se aferra a la raza, la lengua, las costumbres, la religión… para dar sentido al concepto. Un ejemplo de esto sería cualquier nacionalismo surgido durante el siglo XIX, como puede ser el alemán, del que más adelante se verían sus frutos en el surgimiento del segundo Reich.


Este segundo es, como se puede uno imaginar, el tipo de nacionalismo que más ha calado en occidente. Sin embargo, es débil. El concepto nación tiene muchas definiciones y ninguna de ellas termina siendo del todo convincente, pues no da unas pautas claras de qué es una nación, qué es una identidad colectiva… Si aceptamos que identidad colectiva y nación son lo mismo, entonces aquellos forofos de un equipo de fútbol que sientan como suya la identidad de ese equipo, se podría decir que son una nación. Si, por el contrario, separamos nación; de identidad colectiva, en absoluto podríamos sentirnos identificados con aquella persona que diríamos, pertenece a nuestra nación.


Por consiguiente, ¿es la nación simplemente un territorio con unas fronteras delimitadas que depende de las guerras pasadas para haberse constituido? Esto implicaría que aquellos, los antiguos moradores de las tierras del Reino del Tíbet dejaron de ser tibetanos cuando China los conquistó en 1951. Es decir, que, a partir de 1951, si antes hubo una nación de los tibetanos, ésta ya no existe por estar bajo administración y soberanía de la República Popular China, a pesar de seguir manteniendo en la medida de los posible sus antiguas costumbres, lenguas y dioses.


Personalmente, no adopto ninguna de estas anteriores acepciones. La nación ha de ser algo más que un simple pedazo de tierra. Se tiene que basar en algún otro aspecto, pero es difícil determinar cuál. En cierto sentido, el problema subyace en que las naciones son hasta cierto punto subjetivas. Esto quiere decir, que se les puede dar los aspectos y tintes que uno desee, para justificar la existencia de una nación. Me remito a un ejemplo que escuché de mi profesor de filosofía política en segundo de carrera. Éste explicaba, que, a comienzos de la ideación del nacionalismo vasco, la forma de marcar distancias con la España liberal, masónica y atea, no era otra que el catolicismo. Por consiguiente, el buen vasco era católico. Más adelante, cuando la España conservadora, católica y antimasónica gana la guerra civil, el nacionalismo vasco se ve forzado a encontrar otro punto de diferenciación y éste acaba siendo la lengua.


Con esto no se justifica que una nación no exista. Solo se demuestra que son imaginadas, pero ello no quiere decir que sean imaginarias. Lo más fácil sería concluir que las naciones no existen, pues dependiendo del contexto histórico, la existencia de ellas se argumenta de manera diferente. Podríamos imaginar por consiguiente una nación europea, cuyo nexo sería la tradición cristiana o una nación mediterránea, a la cual la une el mar de Ulises.


Me resisto, por tanto, a aceptar que sepamos qué son las naciones, pero sí creo que en ocasiones puede ser que una nación, dependa más de que aquellos que supuestamente la componen, y piensen que son parte de ella, que, de basarse en algo tangible, para afirmar que un conglomerado de gentes forman una. Se pueden sacar de esta forma naciones incluso debajo de las piedras. Al final lo único que importa, es saber convencer a unos, de que lo son.

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