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La Isla

Carlos Felipe Holguín


Traíamos valijas vacías, a lomo de Brockway, apretados entre esas vías peligrosas de la cordillera. Fue por allá en esos tiempos donde se conocían todos los carros del departamento y la gente, inadvertidamente, les daba nombre propio; - “¿Viste que ayer el Packard de Don Pablo Restrepo se quedó pegado en el cruce?” - Pasábamos los balnearios de Santa Teresa de Roldán que quedaban sobre unos bancos pírricos del río tormentoso, lejos de los míticos aluviones de platino que codiciaba la misión alemana. De allí seguíamos por la no menos tortuosa llanura del Pacifico, guiados por los candiles de petróleo que colgaban de las aldeas hasta ver, muy a la distancia, las luces de fondeo del vapor canoa que hacía su entrada a la colonia cimarrona. Nadie había pegado ojo desde el botadero, esa curva por la que se iban los camiones y que dejaba nervios de sobra para sobrellevar despierto el resto del camino, todos menos el culebrero, quien, sin miedo a la muerte, dormía en trance profundo. “¡Casi que no!” reclamaba mi tía, “¡Dos minutos y no encontrábamos nada, solo las cosas feas!” Pero cosas feas como tal no había, al final todo se vendía al precio que fijará el dueño.

Parqueamos a un costado de la vía, dejando suficiente espacio para el paso de los camiones que seguían su camino hasta el puerto. Habían llegado otros dos Brockway, aunque por las pintas de sus ocupantes se sabía que no tendrían chance en la subasta. El vapor no era más que una canoa motorizada, tenía dos niveles: la tienda y la cabina. Subía dos veces al mes, cuando lograba reunir suficientes pasajeros que pagaran su dudosa comodidad; la alternativa siendo dos días más en Brockway o, si valías, despachaban el hidroavión.

Recuerdo que nos adelantó un Oldsmobile, muy lujoso, uno que nadie había visto antes. Tomó la cabecera, a lo que mi tía respondió iracunda golpeando la corneta en respuesta a la clara indiferencia del conductor con las normas de nuestra industria. Del Oldsmobile se bajó solo un hombre, de tez no tan clara, desafiando a nuestro vehículo con un ademán que dejaba ver, entre la zozobra de los faroles, una mandíbula tosca y pobremente afeitada, antecedida por una nariz aguileña, rasgos distintivamente turcos. El turco, que tenía una camisa blanca bien abotonada y pantalón de pana retenido con tirantes, se recostó contra la puerta de su vehículo y encendió un cigarrillo mientras los negros amarraban el vapor al improvisado muelle flotante. La embarcación se fijaba con dos anclas pequeñas, una en la popa y otra en la proa, mientras que los recursivos amarres fijaban su estructura al muelle, estableciendo finalmente aquel nudo que nos conectaba con el resto de la tierra. Del interior del vapor descendía una escalinata de tablón que en condiciones normales sería intrascendente, pero que ante esta conmoción de factores se transmutaba en un portal tras el cual desaparecía cualquier barrera que pudiera existir entre esta triste colonia cimarrona y los voraces cruces de Trafalgar Square. Poner esa escalinata de tablón era ver al mundo achiquitarse, tanto en magnitud como en complejidad, haciendo de los trayectos una anécdota donde la geografía perdía su protagonismo, relegándola a ruido de fondo, en un escenario mediado solo por el tiempo y el poder de la moneda.

Del vapor desembarcaron dos caballeros de notable estatura, serían alemanes o ingleses, gringos en todo caso que conversaban afablemente, ignorando con extraña cotidianidad las claras precariedades de su viaje río arriba. Al verlos, el turco arrojó su colilla a la maleza, encendió el Oldsmobile y lo acercó para recoger a sus encomendados. Mi tía suspiró aliviada de no tener que combatir el botín con el único sujeto que podía representar un adversario formidable. El Oldsmobile aceleró hasta desaparecer detrás de nosotros, adentrándose en la selva, devolviéndose por el único camino que había. Una vez despejada la costa y libre de la inspección de sus acaudalados clientes, el capitán dio la orden que esperábamos. Los negros se replegaron en sus casas y de la cubierta salió un viejo tendero a remover la cerradura que protegía la tienda del vapor. Nos abalanzamos como pirañas voraces; el culebrero dejó su apacible sueño y secándose las lagañas fue el primero en saltar del camión.

La tienda era un pequeño y caótico cobertizo que sorprendía por su descomunal brillo metálico, producto de los destellos cromáticos de los enlatados Libby’s apiñados contra sus paredes. Era una verdadera miscelánea donde también encontrábamos las siniestras muñecas Dolly de fabricación francesa, comestibles Bird’s, las codiciadas cajas de mentas Beech-Nut y, a simple vista, un interminable inventario de finas camisas de algodón. A veces, si teníamos suerte, encontrábamos pliegues en bruto de seda o de fibras de lino, deseadas por los pomposos confeccionistas de tierras más altas. Entre todos los productos, mis favoritos eran los que pocas veces se conseguían, como los chocolates de leche Cadbury cuyos inventarios, según me contaban, desaparecían en San Francisco. Todos estos artículos descendían en el lento cabotaje del RMS Trinity, en su camino a las colonias australes americanas. El inventario del vapor era solo una pequeña donación, no tan generosa, de la tripulación del barco. Los demás artículos, unos que quizá nunca veríamos, seguían su rumbo a puertos de más justo intercambio. Tan prescindibles éramos que el Trinity nunca arribaba a nuestro puerto; echaba ancla en una quieta bahía resguardada por dos cabos que le permitía a la tripulación descansar y a los vapores acercarse a mordisquear.

Volvíamos siempre con las valijas llenas, era común que mi tío pagara de más para quedarse con lo mejor de cada lote, llegando incluso, en una ocasión, a empeñar el galgo que desde hace cinco años lo acompañaba. Al final, el Brockway se convertía en una extensión del vapor, en una extensión modesta del Trinity; adornabamos su techo con las muñecas, ahorcándolas macabramente con pitas de cuero, acromatizábamos las paredes con las latas y construíamos estanterías de finos textiles en las esquinas del vagón. De regreso me dejaban en la ciudad para continuar con la escuela, encargándome una mesada de chocolates y diversos enlatados. Mi tío seguía, acompañado del culebrero, en un recorrido de dos meses que los llevaba, con determinada devoción, por el rosario de pueblos dispersos en el interior, sirviendo a las necesidades de ricos y pobres, quienes hacían pagos generosos por los productos adquiridos, valiéndose de la inusual plusvalía que solo permite el comercio marítimo. Eran verdaderos agentes de la corona, caballeros respetados, los últimos eslabones del continuo neuronal que extendía sus redes a todos los pueblos de la tierra para finalmente morir en estas extrañas y solitarias islas.


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