La vida sobre el planeta terminó en 1964, después de que el general Jack D. Ripper decidiera unilateralmente desplegar todo el arsenal nuclear de los Estados Unidos activando el doomsday machine, un dispositivo creado por la Unión Soviética para disuadir cualquier posibilidad de ataque. Fue una falla catastrófica de las instituciones.
La obra está plagada de una ridiculez impresionante, es una comedia que, a través del lente monocromático y claustrofóbico de Stanley Kubrick, no se aleja mucho de la realidad. Es deconstructivista, se encarga de derribar aquellos metarrelatos que justifican la infalible naturaleza de las líneas de mando. Ese es el punto importante, elimina el elemento “infalible” de las instituciones, que trás de sí naturalmente esconden un clarísimo sesgo humano, por más computadores que tengan. Un premier mujeriego y alcohólico, un presidente blando y racionalista, un general obsesionado con “la corrupción de los fluidos corporales,” otro arraigado a la prevalencia americana incluso después del fin del mundo; el famoso Dr. Strangelove, un científico nazi obsesionado con el resurgir de una nueva raza humana. Pero entre las risas que generan los recurrentes chistes y el temor que surge al reconocer que no son del todo descabellados, la obra cinematográfica nos enseña a meditar una emergencia.
La obra no es el producto de la imaginación descarrilada de un cineasta loco. Todo lo que en ella se vé, incluso la serenidad de los personajes ante la inminente tragedia, es algo que no solo es factible sino que estuvo a punto de ocurrir en diferentes momentos. Si nos referimos únicamente al armagedón nuclear, entre las fallas en las líneas de mando, errores en los radares, la ambigüedad de algunas órdenes y muchas otras circunstancias que en su momento no eran de público conocimiento, el mundo estuvo a punto de acabarse por lo menos unas cuatro veces. En este punto, al estar confrontados con una crisis tan compleja como la que impone el nuevo coronavirus y ante los reclamos de muchos que adoptan versiones de la frase “todo tiempo pasado fue mejor,” vale la pena recordar a Ernesto Sábato: “La frase 'todo tiempo pasado fue mejor' no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que -felizmente- la gente las echa en el olvido.” Y ese es el primer punto de esta meditación, pues la gente tiende a echar en el olvido, sobretodo en una época donde muy pocos leen, aquellas cosas que no se ajustan al sentido hedonista de la “tranquilidad perpetua.” Especialmente ahora, nos encontramos en el pico de extrañas teorías conspirativas; esas que por ejemplo buscan caracterizan la gran conspiración socialista contra el orden, la religión y la felicidad perpetua. ¿Existió en algún momento semejante utopía? ¿Acaso el general Jack D. Ripper no estaba obsesionado con que los comunistas estuvieran contaminando los “preciosos fluidos corporales” a través de la fluorización del agua? La ridiculez humana siempre ha existido, no es un fenómeno contemporáneo. El sesgo de la nostalgia, siempre ha existido, tampoco es contemporáneo.
La segunda parte de esta meditación surge de reconocer el tiempo y el lugar. Así como en una guerra el tiempo y el espacio son fundamentales, o sino preguntenle a Clausewitz, las disyuntivas históricas también deben ser tratadas con el reconocimiento del contexto y así evitar anacronismos innecesarios. Según los cálculos del Dr. Strangelove, los primeros humanos saldrían de sus refugios subterráneos en el 2052, después de 92 años de contaminación nuclear, ¿Pero que les espera? Acaso esa nueva raza de superhumanos estadounidenses saldrá a retomar las riendas sueltas que dejó la Guerra Fría? Por más absurdo que suene, precisamente esa es la misión que se le encomienda en los últimos minutos de la película al Dr. Strangelove, en un irónico juego de proyectos barajados por el general “Buck” Turgidson ante el temor de que los ruskies estuvieran también pensando crear una raza de “super soviéticos” para el ya inminente futuro post-apocalíptico. La película corta en esta escena, con la detonación simultánea de miles de bombas atómicas al ritmo de la canción We’ll Meet Again. Pero, a pesar de que esta posibilidad resulta una exageración, nos presenta con una fuerte disyuntiva, ¿realmente vale la pena? ¿Vale la pena resguardarse 92 años para después salir a retomar las riendas de la misma ideología bipolar que pivoteo el apocalipsis? ¡Claro que es una exageración! Pero ante la crisis, los anacronismos son recurrentes y su prevalencia solo incita a la repetición sistemática de los mismos errores.
En este preciso instante, nos encontramos ante el desenlace de una de las grandes crisis del siglo XXI. En todas partes reina una profunda sensación de abrumadora normalidad, mientras que bajo nuestros pies se escurren choques aterradores de toda índole, choques que tarde o temprano tendremos que enfrentar. Algunos, como siempre, caerán en los mismos refranes conspirativos propios de los momentos de crisis. Otros recordarán con nostalgia y profundo remordimiento aquella época pasada en que “todo fue mejor.” Es fundamental no volver a lo mismo cuando todo haya cambiado, cuando una serie de errores ocultos en el velo de la credibilidad institucional den cuenta de las equivocaciones sistemáticas. Esperemos que cuando finalmente las bombas detonen, no tengamos que encontrarnos nuevamente en el mismo lugar.
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