Son literalmente cuatro paredes.
Tres son blancas
y una es un ventanal que da hacia la montaña, se extiende desde el piso hasta el techo.
No alcanzo a ver la copa de los árboles, solo puedo ver su base desde aquí.
Mi casa queda en un quinto piso, y son diez en total en el edificio, ya no lo sé, el encierro me quitó la memoria.
pero no la pregunta
¿cómo se verá desde arriba?
Somos muchos aquí, hay 5 apartamentos por piso, exceptuando los últimos que supongo serán los más grandes, de esos deben haber dos. Sé que hay varias familias, porque de las pocas cosas que se pueden escuchar desde los pasillos estrechos de colores mal combinados son las voces de niños jugando.
Pero aquí dentro, solo me acompaña el ruido de los muebles. Ese familiar sonido que nos asusta y nunca sabemos qué es, les confirmo que son los muebles cuando se están acomodando uno sobre el otro y suenan algo como “¡RrrÁack!”. Lo sé porque llevo ya varios meses mirándolos y buscando la única fuente de ruido externo que me toma por sorpresa.
Además del televisor y su mueble, no tengo nada más que adorne mi cuarto. Lo único que hay fuera de lo normal, que no es tan anormal, es un perchero de metal con un sombrero color habano sin forma en la punta, que sólo visita la calle en los primeros meses del año para la temporada taurina en la ciudad. El guardarropa queda en otro cuarto, que conecta con el baño, una suerte de Walk-in closet, que por estar mal diseñado ocasionó que se llenara de moho mi ropa por la humedad que produce el vapor del agua de la ducha, desde las carteras, hasta los pantalones que dejé de ponerme cuando nos encerró el virus.
Nunca fui mucho de carteras, ni de pantalones. Fui más bien de nada y simple, sin mucho decoro. Como el cuarto.
La cama, como el resto, es de marco blanco y simétrico y la madera de las tablas, como el piso, clara. La tengo puesta en el lado angosto del cuarto, pegada contra la pared y al pie de la mesa de noche, porque así se siente más grande el espacio y no me ahogo, aunque igual no importa el tamaño, el espacio siempre me presiona el pecho, o de pronto es la misma humedad. Además, porque dicen que es de mala suerte dormir con el cuerpo orientado de norte a sur, cosa que nunca había creído hasta que llegó el virus, desde ese día cambié mi forma de dormir, aunque sigo sin poder conciliar el sueño.
Me mudé apenas hace un año y medio, pero se siente como mucho más, seguramente es porque este cuarto ha visto más primeras veces que últimas, a diferencia del otro. Pero mi cuarto anterior lo dejé siendo de madera oscura y la ventana no daba a ningún bosque, sino a la fachada del edificio anterior, a la ventana de otro vecino, permitiendo que miraran hacia adentro desde todos los lados a su antojo, como un pájaro en una caja de cristal.
Lo dejé después de la última discusión que tuve con mi mamá.
Y todo empezó como aquí, callado, pero a medida que pasó el tiempo el sonido disminuyó el espacio.
Cada vez había más ruido, y menos espacio para habitar.
Como en mi cabeza, que desde que empezaron a zumbarme los oídos no hay espacio para mí, todo está ocupado por el ruido ensordecedor que produce la vibración de las alas de un insecto.
Aunque los tres, los cuartos, y mi cabeza, además de contenerme, tienen algo en común.
Y no es que tienen una cama, ni que me ponen en exhibición a otras personas o a los árboles.
Ni que me han visto o hecho llorar, ni que me han visto o hecho reir.
Ni que han visto gente entrar y salir, y a muchos no los volvió a ver entrar y a pocos no los volvió a ver salir.
Ni las fluctuaciones de peso, ni las veces que confundí sustancias corrosivas por agua para beber.
Ni los estados de embriaguez.
No son las tusas, ni los duelos, ni las tristezas, ni las alegrías, ni las ganancias.
Es que aunque la cama haya cambiado, ningún cuarto va a ser testigo de un ciclo de sueño normal. Y por más prístino que esté, algún acto siempre va a terminar oscureciendo la madera del piso y de las puertas, por eso siempre nos terminamos mudando, porque el cuarto es siempre el reflejo del alma, que solo sirve mientras las paredes están pulcras y sin manchas y sean dignas de decorar.
Por eso no sé cómo se ven los árboles desde arriba, porque mi cuarto solo lo adornan las bases de los árboles, y si fuera más arriba lo adornaría también el cielo y podría hacerme una idea falsa de libertad, que ya no existe, terminaría volviendo más pronto que tarde de color azabache la madera beige que decora mi cuarto y entonces sería más difícil dormir, porque ya se habría dañado otro cuarto más.
Pero la solución no está en cambiar de casa, ni de cuarto, ni de edificio, ni de cabeza, porque no se puede. Está en aprender a vivir con el ruido, con el zumbido, con el piso y las paredes opacadas, porque, aún cuando el cuarto es el único sitio donde se puede estar, la presencia no hace la decadencia más veloz, si no menos llevadera.
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