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  • Foto del escritorEn Perspectiva

Olor a Gato; Juan Acuña

Entre las calles todo huele a gato. Busco por un lado y por el otro, pero no lo encuentro. Ya levante todas las tapas de todas las alcantarillas de Bogotá, me trepé a todos los postes y me metí en todas las basuras de la ciudad, pero no encuentro al gato. Ese olor a gato que penetra hasta los huesos, se mete en la mente y no deja espacio para ningún otro olor. Hueles cada pelo del animal, huelen anaranjados y huelen negros, se huele la nariz del gato, y hasta se distinguen los ojos del felino. Me acuerdo de mi gato, era naranja con negro, y se llamaba Aristóteles. Me acompañaba por las mañanas a desayunar, siempre me veía comer mis huevos fritos con pan, y él, al igual que yo, nunca se canso de comer lo mismo día tras día. Una vez le compré comida marca Nutrecat, me sentía como un hombre moderno y quería sacudir un poco las cosas, pero el gato se rehusó a comer las pepitas cafés, y empezó a quedar bien flaco, lo cual me asusto y volví a comprarle su comida habitual. Al principio cuando tenía que salir para ir a trabajar, el gato se me quedaba mirando con una mezcla de curiosidad y tristeza, pero cuando empezamos a coger confianza el animal se me enrollaba en las piernas para que no pudiera salir, y yo volvía y le explicaba que si no salía no iba a poder comprarle su comida. Cuando volvía a la casa, él me miraba de la misma forma en la que mi esposa me miraba cuando llegaba tarde a casa, cuando todavía tenía esposa. Aristóteles se fue convirtiendo, lento al principio pero rápidamente luego, en el faraón de mi casa. Su casa. Cuando apenas llegó, yo no dejaba que se subiera a los sofás, y mucho menos a la cama. Una noche despejada, sin una sola nube. La luna iluminaba mejor que los postes, iluminando mi habitación, en la cual lo único que sobresalía era un afiche de ​Pulp Fiction.​ Pero la luz puede ser igual de aterradora que la oscuridad, y en esa luz plateada y ligera era imposible ignorar la desgarradora ausencia del cuerpo que debería estar, bajo todas las leyes del universo, al lado mío en mi cama. Después de todo, esas son todas las leyes que gobiernan el universo, las leyes dictadas por el amor, y bajo esos criterios, ¿con qué derecho viene un hombre y me quita ese amor por tres pedazos de papel? No hay ninguna entidad en el cosmos que me lo haya logrado responder, y les he preguntado a todas las que se han dignado a hablar. Miro las frías sábanas que no e cambiado desde que ella se acostaba en ellas, porque se que si me acuesto con fuerza sobre ellas, y pegó mi cara contra el material, todavía puedo olerla. Mientras miro el lado opuesto de mi cama, aparecen dos orejas heterocromáticas, y sonrió al sentir la inocencia de Aristóteles. Me paro en mi cama y caminó hacia él. Él me mira confundido mientras los levantó y lo pongo en la cama, en el lugar de mi esposa. El gato se estira y se despereza, e inmediatamente se echa a dormir. Cuando me despierto espero verlo ahí, pero lo encuentro acurrucado en mi estómago. Desde entonces el animal duerme en la cama conmigo. Las sábanas ya no huelen a ella, pero disfruto su olor a gato casi tanto como el anterior. Recuerdo la mañana que Aristóteles llegó a la casa. No llegó, lo traje. Mi hijo vino desde Londres para el funeral de su madre, pero a duras penas me saludo, y me dio un singular abrazo para reconfortarme. Fuimos a mi casa para almorzar, y en el carro ninguno siquiera considero decir alguna palabra. Cuando parquee el carro frente al viejo edificio mi hijo se volteó y vio al pequeño gato ahí, en la calle. Expresó su repugnancia hacia el animalito con un gesto desagradable, y sugirió que llamáramos a control animal. Lo cual me llevo a caminar hacia el gato, recogerlo y llevarlo hasta el apartamento, no por amor al felino, pero por llevarle la contraria a mi hijo. Luego de debatirlo me dijo que era bueno, que la soledad era mala y que mejor si tenía algo de compañía. ¿Qué sabe él de soledad, si se la pasa en orgias? Él cree que yo no lo sé, pero aún no soy tan huevon para no saber que hace mi propio hijo. A veces siento que Aristóteles es más como un viejo amigo que una mascota, y en ocasiones me descubro a mi mismo hablándole. Me recuerda a un viejo compañero de cuando trabajaba en la petrolera, él se comportaba como un gato, y ahora mi gato se comporta como él. Nunca que viene algún invitado sale sin comentar en el buen comportamiento de Aristóteles, y yo siempre termino agradeciéndoles, aunque en verdad se que es el gato el que debería recibir el cumplido, él fue el que decidió comportarse de manera adecuada. Hace dos días tuve una caída cuando salía de la ducha, y no me acuerdo qué pasó luego, lo que me cuentan es que lo oyó la agradable joven que vive en el apartamento de abajo, y llamó una ambulancia cuando entró a mi apartamento y me encontró en el suelo. Pase los dos días en el hospital, y la única que fue a visitarme fue la joven del apartamento de abajo, junto con su novia y su hijo. Los dos días espere pacientemente para volver a ver a Aristóteles, quería contarle las historias que me pasaron en el hospital, como la enfermera se resbaló y me quitó las gafas por accidente, o la vez que regué mi comida en el piso y me miró con odio. Cuando volví al apartamento encontré lo más inusual, la puerta abierta, los de la ambulancia la debieron haber dejado así. Entre a buscar al gato, a quien no vi por ningún lado. Lo llame, le serví su comida, puse su programa favorito en la televisión, incluso me acosté en mi cama, aunque fuera medio día, él siempre se acostaba en mi cama conmigo. A las pocas horas me asuste genuinamente. Agarré la sábana con olor a gato y me adentre en la ciudad a ver si lo encontraba. Dependía del olor a gato para encontrarlo, entonces busque por un lado y por el otro, pero no lo encuentro. Ya levante todas las tapas de todas las alcantarillas de Bogotá, me trepé a todos los postes y me metí en todas las basuras de la ciudad, pero no encuentro al gato. Ese olor a gato que penetra hasta los huesos, se mete en la mente y no deja espacio para ningún otro olor. Hueles cada pelo del animal, huelen anaranjados y huelen negros, se huele la nariz del gato, y hasta se distinguen los ojos del felino. Ya no puedo más. La sabana pierde su olor poco a poco, y veo que no hay posibilidad de conservarlo. Me quedé sin mi amor, y después me quedé sin su olor. Ahora me quedo sin mi mejor amigo, y estoy perdiendo su olor, ese olor a gato.

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